El pan es el símbolo de los alimentos. Es el primero que se transformó a partir de cereales, es el alimento esencial de casi todas las culturas y es la referencia ritual de muchas religiones. Fue una elaboración tradicional de los núcleos familiares y, más adelante, su dispensación fue objeto de uno de los primeros establecimientos comerciales.
Ha evolucionado, porque comenzó siendo el resultado de la cocción, en medio acuoso, de una masa hecha con cereales sólo machacados, para formar lo que en la antigua Roma se denominaron “pultes” (de donde deriva la palabra puches con la que se designa una elaboración muy típica de la Meseta castellana, que fue muy frecuente hasta mediados del siglo pasado), más tarde se dejó secar alguna masa y se procedió a la elaboración de los panes ázimos, en cocción seca en hornos o sobre superficies, generalmente piedras calentadas. Este sistema, que todavía perdura en los panes planos,
como son las tortillas mexicanas, los lavash árabes, los pita griegos o las tortas cenceñas, fue superado mucho más tarde, cuando alguna masa atrasada fermentó y se observó que mejoraban las condiciones organolépticas, sobre todo textura, que se hace menos densa, más ligera, el aroma más profundo y característico, el sabor que, aunque varía en función de la elaboración, es siempre mucho más rico en matices. Se había descubierto la fermentación y se empezaron a utilizar las levaduras,
aunque todavía se desconocía su naturaleza y el proceso de actuación. La molienda se fue perfeccionando, cada vez se obtuvieron harinas más finas, se separó el salvado y el pan se mejoró notablemente.
En la elaboración del pan entran en juego tres componentes: la harina (trigo, cebada, centeno, maíz,...), la fermentación por levaduras (Saccharomyces cerevisiae) y la coción.